Elena. Saint Remy.
28 January 2020Elena posó con suavidad la bicicleta en una de las paredes del patio del hotel en el que se hospedaba. La Maison du Village era su hotel preferido de todo Saint Remy, un pequeño pueblo de la Provenza francesa.
Le gustaba la privacidad de sus cinco habitaciones. La decoración sobria, de aires provenzales y toques modernos, la relajaban. Su pequeño patio la tenía enamorada. Había desarrollado la pequeña costumbre, cada vez que se hospedaba en él, de dar un paseo por el pueblo en bicicleta y luego tomarse un desayuno copioso y muy dulce: cruasán, un bol de frambuesas, zumo de naranja y un café con leche solían componer la melodía de una mañana perfecta en Saint Remy.
Una cálida brisa le acarició la mejilla mientras se aseguraba de apoyar correctamente la bicicleta. No era la primera vez que se caía sin previo aviso. El suave aroma de las rosas rojas que trepaban por la fachada de piedra, junto con los nardos y pequeños rosales blancos que crecían en los maceteros de barro dispersos por el suelo y las mesas, lo impregnaba todo. Se notaba que la primavera terminaba y el verano empezaba a abrazarlo todo con su calor.
Elena se giró y observó el pequeño patio. Le gustaba aquel lugar, de paredes de piedra, suelo lleno de gravilla y vegetación delicada. Ninguno de los huéspedes había bajado a desayunar todavía, así que se permitió el lujo de pararse a pensar qué mesa le gustaba más. Todas eran iguales, pequeñas mesas circulares de hierro forjado con sillas a juego, colocadas aleatoriamente y sin un orden aparente. Al final se decantó por la mesa más cercana a una de las puertas acristaladas que daban al salón del hotel. El sol la bañaba con una suave luz y estaba rodeada de nardos, lo que le daba un encanto especial.
Elena se sentó, cruzó las piernas y respiró profundamente el aroma de las flores. Le pareció notar un cierto toque de higuera en el aire. De repente, el pitido de un mensaje en su móvil la sacó de su aromática ensoñación. Jacques la reclamaba.
Jacques acababa de llegar de París y estaba de camino a Saint Remy. Era un hombre maduro, de unos 45 años, afable, de ojos amables y modales impecables. Lo había conocido hacía dos años y medio en una feria internacional en Suecia.
Elena sonrió casi de manera imperceptible al ver que era él. No tenía especial predilección por los amantes franceses, muchas expectativas y pocos hechos, pero Jacques se había ganado a pulso un hueco entre sus preferidos. Durante los tres días que duró la feria en la que se conocieron, no cesó ni un segundo en mandarle miradas indiscretas e intentar “coincidir” con ella en cada stand o conferencia. La había captado al momento.
Durante varios meses estuvo enviándole emails por trabajo, primero formales y, poco a poco, más informales y cercanos. Un día que tenía que viajar a Madrid, contactó con ella para saber si estaría por esas fechas en la ciudad para quedar a tomar algo. Ella había dudado al principio, pero como también tenía que ir por esas fechas a Madrid, alargó su viaje unos días más para coincidir con él.
La diferencia de edad (Jacques la superaba en más de 10 años), no le preocupaba, más bien le creaba intriga y curiosidad, así que se animó a quedar y ver qué pasaba. Aquel día cenaron en un restaurante caro, pasearon por la ciudad y se midieron. Ambos querían saber qué buscaba el uno en el otro.
Al día siguiente, Jacques la llamó para comer con ella. Llegó tarde. Había tenido una reunión complicada y estaba algo taciturno. Elena le propuso picar algo ligero y acompañarlo hasta el hotel para que descansara un poco. En cuanto llegaron al hotel, Jacques le insistió para que subiera con él. Elena dudó, pero finalmente aceptó. Aquella tarde, antes de abrir la puerta de la habitación, la envolvió con uno de sus brazos y la empujó con fuerza contra la puerta mientras la besaba por el cuello y gemía de deseo; con la otra mano sacó la tarjeta y abrió la puerta de la habitación, con una soltura que nunca había visto. Fue una tarde estupenda.
Elena había entendido perfectamente cuál sería su papel con Jacques desde aquel primer encuentro. No solía dejarse llevar, más bien era ella la que controlaba la situación, pero sabía reconocer a un buen director de orquesta. Y Jacques era uno muy bueno.
De repente, una voz la sacó de sus recuerdos. Era una de los camareros que, sin preguntarle, le había traído el desayuno. Elena sonrió. Le gustaba aquella familiaridad. Cuando el camarero se fue, Elena leyó el mensaje de Jacques:
Hola Elena. Llegaré en unas horas a Saint Remy. Me acercaré a tu hotel a media tarde. Ha sido una semana dura, espero que estés preparada para tu dulce Jacques. ¡Nos vemos pronto!
Sonrió al leer “tu dulce Jacques”. Ambos sabían que no había nada de dulce ente ellos dos y más, cuando especificaba que había tenido una semana complicada. Jacques era muy bueno en general, pero estresado lo era doblemente.
Elena dejó el móvil encima de la mesa y empezó a tomar su desayuno. Primero el zumo, después el cruasán y las frambuesas. Siempre dejaba el café para el final. Mientras tomaba un sorbo se fijó en el reflejo que le devolvía la puerta acristalada: una mujer de mediana edad, morena, con el pelo recogido en un moño y atado con una pañoleta de colores sin que esta pudiera evitar que unos mechones ondulados cayeran por el lado izquierdo de su cara, resaltando sus ojos rasgados de color miel.
Se pasó la lengua por los labios rosados, brillantes y carnosos, retirando el exceso de espuma del café. Observó sus mejillas que aún seguían algo rosadas por el paseo: sus pecas se habían multiplicado por los rayos de sol. Jacques se iba a poner muy contento. Adoraba sus pecas.
Posó la taza sobre la mesa, se recostó sobre la silla y acercó su pierna derecha a su cuerpo, apoyando el talón sobre el asiento. Cogió un par de frambuesa del bol y se las fue comiendo una a una. La brisa volvió a hacer acto de presencia, meciendo los mechones sueltos de su pelo, que Elena colocó rápidamente detrás de su oreja izquierda.
La puerta acristalada se abrió dejando pasar a un matrimonio alemán de mediana edad, vestidos muy elegantes. Ambos la saludaron amablemente con un “Bonjour” algo brusco. Buen intento por su parte. Elena les respondió con una cálida sonrisa y un dulce “Bonjour”, tenía más práctica que el matrimonio alemán.
La puerta se cerró tras su paso, devolviéndole otra vez la imagen de sí misma. La verdad es que bien podría pasar por una francesa algo entrada en carnes, si se comparase con la clásica parisina de fina piel y nulas curvas. Vestía un jersey fino de color negro, unos pantalones vaqueros tobilleros ajustados y unas bailarinas negras. Volvió a ver al matrimonio alemán que se había sentado en la otra esquina del patio y se alegró de no parecer una turista más. Le gustaba confundirse con la gente del pueblo y no destacar.
Elena le dio el último sorbo a su café y se volvió a recostar en la silla de hierro forjado. Cerró los ojos y dejó que los últimos rayos de sol le acariciaran el rostro mientras escuchaba el piar de los pájaros que habitaban el patio del hotel.
Elena cogió el teléfono y la voz de la recepcionista le anunció que la esperaban en la recepción. Jacques había llegado.
— Dígale que suba, por favor. Muchas gracias — le respondió con una sonrisa en la voz.
Mientras esperaba a que subiera, Elena corrió hacia el espejo para comprobar que la imagen que le devolvía le gustaba. El pelo, brillante y ondulado, le caía sobre el hombro derecho de forma sensual. Se había maquillado ligeramente, a Jacques no le gustaban las “máscaras”, como solía decir. Tenía la piel perfecta, dorada, suave y jugosa. Sus ojos rasgados de color miel resaltaban por el contraste con la discreta sombra de colores tierra y el rímel alargaba sus espesas pestañas hasta el infinito. Colorete en tonos marrones con toques dorados y labios sin maquillar, solo con un ligero toque brillante que le solía dejar la manteca hidratante que se ponía habitualmente.
Llevaba puesto un kimono largo de satén, de color negro y pronunciado escote. Lo llevaba atado con una cinta para acentuar sus curvas. Tenía los pies descalzos, con la pedicura perfecta y a juego con las uñas de color granate de las manos. Se guiñó un ojo a sí misma. Estaba impresionante.
Echó un vistazo rápido a la habitación. Hacía calor y tenía las ventanas abiertas, las pesadas cortinas beige que caían a los laterales de estas se movían ligeramente por la brisa que entraba a través de ellas. Su habitación era sobria, de paredes blancas y suelo de cerámica color terracota. Tenía una gran cómoda de madera de color blanco coronada por un gran espejo, dos mesillas del mismo color a juego y una enorme cama de matrimonio con sábanas blancas y muy mullida que, con solo verla, invitaba a lanzarse sobre ella. Un par de lámparas de mesa color beige y un macetero de barro con un rosal blanco eran los únicos adornos de la habitación.
Elena le había dado su toque, como siempre solía hacer, llenándolo todo de velas aromáticas. Los aromas de los limoneros y las higueras se entrelazaban con suaves toques de rosas blancas en el ambiente. Era fresco y embriagador al mismo tiempo.
Unos ligeros golpes sonaron tras ella. Jacques ya había llegado. Se acercó con paso firme a su encuentro. Abrió la puerta y frente ella apareció aquel francés que había aprendido a querer con el paso del tiempo.
Estaba guapísimo. Se notaba que acaba de ducharse hacía poco, su pelo canoso todavía estaba algo húmedo y olía a perfume caro (francés, por supuesto). Su piel estaba bronceada, sus ojos azules brillaban traviesos y unas patas de gallo, que se asomaban alrededor de estos, los hacían destacar todavía más. Su sonrisa era tan tierna como arrebatadora. Era un hombre adulto con rasgos de adolescente deseando hacer travesuras. Llevaba puesta una sencilla camisa blanca de lino, abierta hasta el pecho, y unos pantalones azules que parecían haberlos hecho solo para él, por lo bien que le sentaban.
Ambos se sonrieron y, sin apenas tiempo para decirse “hola”, Jacques se abalanzó sobre ella. La atrapó entre sus brazos y la acercó hacia él para besarla. Sus labios se juntaron y sus lenguas se entrelazaron, deseosas de volver a encontrarse. Jacques, acercó suavemente su boca hacia su oreja izquierda y con un susurro le dijo “te he extrañado tanto…”, después cogió el lóbulo de su oreja y lo apretó entre sus labios, le dio un ligero tirón y terminó con un pequeño mordisco para bajar por su cuello hasta su clavícula, llenándola de besos y sin soltarla en ningún momento.
Elena ladeó la cabeza para que pudiera bajar por su cuello y gimió de placer. Sus labios eran cálidos y seductores. Adoraba aquella forma que tenía de besarla, fuerte y suave a la vez. Era deliciosamente destructivo.
Jacques cerró la puerta con el pie, sin hacer mucho ruido. La cogió entre sus brazos y la elevó ligeramente del suelo. Elena respondió elevando sus piernas y rodeando con estas su cadera, mientras lo besaba y le agarraba fuertemente la cara. Jacques bajó sus brazos deslizando sus manos por la espalda de ella hasta llegar a sus nalgas para estrujarlas sin ningún tipo de pudor. Gimió de gusto y la llevó hacia la cama, donde la sentó.
Elena se tumbó mientras Jacques la visualizaba.
— Desabróchate ese Kimono tan suave que llevas — le dijo con una media sonrisa y ojos chispeantes.
Elena hizo lo que le pidió. Empezó a deshacer el nudo que ajustaba el kimono a sus caderas y dejó que este cayera por los lados para dejar a la vista su cuerpo semidesnudo. Elena extendió su brazo y posó su mano sobre su clavícula y, con el dedo índice, empezó a acariciarse el torso mientras Jacques la observaba extasiado. Primero viajó por su pecho, cruzando entre los dos, y trazando con este la forma de ambos; después continuó por el abdomen hasta llegar al ombligo y continuó bajando hasta llegar al límite, en donde unas escuetas braguitas de satén azul noche marcaban el límite de la piel visible.
— ¿Quieres que continúe? — le susurró Elena clavándole los ojos.
— Me gustaría continuar a mí — le contestó con una sonrisa.
— Mmmm… – gimió Elena, mientras retomaba el camino hacia su sexo — Creo que no.
— Estás siendo mala Elena — le contestó con los labios apretados.
Elena le sonrió y empezó a tocarse debajo de sus bragas para exasperación de Jacques. Sabía que ese tipo de juegos le enfurecían a la vez que le volvían loco.
Jacques observó como ella se tocaba para él. Llevaba uno de esos conjuntos tan elegantes como extraordinarios. Un minúsculo sujetador de satén azul noche elevaba sus turgentes pechos, que querían escaparse traviesos por lo laterales de este. Unas braguitas a juego coronaban con sencillez aquel cuerpo de curvas sinuosas y piel dorada que tan loco le volvía. A duras penas podía contener las ganas de embestirla vestida así, y menos viéndola masturbarse.
Jacques se desabrochó la camisa sin quitarle los ojos de encima, se la comía con ellos. La dejó caer con suavidad al suelo dejando ver su firme pecho, salpicado de un suave bello rizado y algo grisáceo. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un preservativo que colocó entre sus labios. Empezó a desabrocharse el pantalón y de un tirón seco cayó a sus pies. Luego se quitó su bóxer de color blanco impoluto, rasgó el envoltorio del condón y se lo colocó en su palpitante erección. No la dejaba de mirar con ojos ardientes.
En un arrebato animal, apartó la mano de Elena, que no paraba de gemir mientras acariciaba su sexo, puso sus dos grandes manos en sus caderas y, de un solo movimiento, la colocó al borde de la cama para embestirla sin control.
Ambos empezaron un baile intenso y desenfrenado con sus caderas como protagonistas. Sus labios intentaban seguir aquel ritmo frenético, con besos llenos de deseo y lenguas que destilaban la pasión contenida.
Ambos gimieron y en una embestida de Jacques, Elena se deshizo en un glorioso orgasmo. Cerró los ojos y dejó que su cuerpo disfrutara de todas aquellas deliciosas sensaciones que cubrían su cuerpo desde su parte más íntima hasta la punta de los dedos.
Jacques la penetró fuertemente mientras ella se deshacía de placer y en dos embestidas más, se corrió. Apretó los dientes, intentando contener aquella increíble sensación que le proporcionaban los orgasmos con Elena. Intensos, duros y cálidos al mismo tiempo. Eran una adicción para él.
Jacques se dejó caer a su lado y en un susurro ahogado le dijo al oído “me matas Elena”. Ella soltó una carcajada, giró la cabeza hacia donde descansaba Jacques y, con una sonrisa en la boca, le contestó divertida “Eso es porque te estás haciendo mayor”.
Jacques, sorprendido, la fulminó con la mirada. Elena, divertida, no paraba de reírse. Jacques se levantó de un solo impulso de la cama y, con la misma rapidez con la que se había abalanzado sobre ella al abrir la puerta, la cogió de la mano y tiró fuertemente de ella mientras le decía que fuera hacia la cómoda.
Elena, obediente, se dirigió hacia ella mientras observaba a Jacques abrir el armario y coger su fusta de cuero marrón. Sabía de sobra donde ella guardaba sus juguetes. Sonrió para sus adentros, había sido “mala” y Jacques solía llamar al orden con estilo propio.
Jacques agarró la fusta firmemente y se dirigió hacia ella. Le ordenó ponerse mirando hacia la cómoda apoyando las manos en ella. Después, se colocó tras ella, tan cerca que las nalgas de Elena rozaban el miembro de Jacques haciendo que la piel de esta se erizara con aquel suave roce.
Jacques introdujo su mano entre el sedoso pelo de Elena e, inesperadamente, le dio un tirón seco que sobresaltó a Elena y le hizo estirar el cuello y ladear la cabeza hacia atrás. Jacques se acercó más a ella. Quería que lo sintiera.
Elena notaba como la erección de él quería hundirse en ella y sus labios, casi rozándole la oreja, la estaban volviendo loca. Jacques le dio otro fuerte tirón para acercarla más a él y hablarle al oído:
— Elena, Elena, Elenita. ¿Qué voy a hacer contigo? — dijo sensualmente.
Elena sonrió de manera imperceptible. Su corazón latía excitado mientras veía el reflejo de ambos en el gran espejo que presidía la cómoda. Jacques tenía los ojos con ese brillo tan especial que solo le provocaban aquellos momentos y que a ella le encantaba.
— Agáchate, pero no separes las manos de la cómoda — continuó con voz severa mientras le besaba el cuello y respiraba profundamente su aroma.
Elena se agachó ligeramente, alejando su cuerpo de la cómoda pero sin dejar de apoyar las manos sobre esta. Jacques le bajó las bragas, estiró su brazo, agarrando firmemente la fusta y empezó a azotarla en silencio, muy concentrado en lo que estaba haciendo.
Elena se agarraba fuertemente a la cómoda. El sonido seco de la fusta contra sus nalgas y el dulce dolor agudo que le provocaba no le eran ajenos. Sabía que Jacques se recreaba con cada golpe. Le excitaba enormemente aquel acto, tanto como a él.
— Elena empezó a sentir un ligero escozor detrás de ella y justo en ese momento, Jacques le ordenó: Cuenta conmigo — le dijo severamente.
— Uno — dijeron ambos tras el primer golpe. — No te he escuchado. Más alto — le dijo secamente Jacques.
— Dos — elevó la voz Elena.
— Tres — dijeron al unísono
— Cuatro — siguieron ambos mientras Elena empezaba a revolverse por el escozor.
— Cinco — continuaron — No te muevas le ordenó Jacques. — Te lo quiero poner bien rojo.
— Seis — volvieron a repetir ambos.
— Siete — dijeron pero esta vez Elena con más esfuerzo. La excitación corría caliente por todo su cuerpo llenándola toda con aquel indescriptible calor.
— Ocho — siguieron.
— Nueve — continuaron. — Más alto Elena — dijo sin un atisbo de compasión. ¡Diez! — gritó Elena. Estaba tan dolorida como excitada.
— No te muevas — le ordenó Jacques. — Separa las piernas ligeramente.
En ese instante sintió como Jacques posaba sus grandes manos en sus caderas y la penetraba. Su miembro estaba tan excitado o más que ella en aquel instante.
Jaques la penetraba una y otra vez mientras la sujetaba fuertemente. Apenas podía moverse.
Elena sentía el orgasmo cada vez más cerca y las piernas empezaban a temblarle. Jacques le agarró del pelo con fuerza, haciendo que estirara su cabeza hacia atrás y, en ese instante, ambos se corrieron entre gemidos de placer.
Elena y Jacques estaban tumbados en el suelo de cerámica de la habitación. Uno junto al otro, sofocados y sudorosos, esperando a recuperar el aliento después del esfuerzo.
En ese instante, Elena se giró hacia él. Estaba algo colorada y acariciaba su dolorido trasero. Cuando me hiciste contar, a la quinta vez, podías haber parado- sugirió divertida -Todavía me tiemblan las piernas – dijo mientras lo abrazaba y se recostaba sobre su pecho.
— Oh, pues a este viejo no le tiembla nada — le contestó sarcástico y recalcando el adjetivo “viejo”.
— Era broma y lo sabías — le contestó mientras se acerba para darle un beso cariñoso en la mejilla.
Elena se levantó y se dirigió hacia la cama para ponerse el kimono mientras Jacques la miraba embelesado.
— Fin de la fiesta — susurró mientras se levantaba y buscaba sus calzoncillos.
— Jajajaja, no te quejes — le dijo divertida mientras lo miraba ponerse la ropa interior y acercarse a la ventana.
Elena buscó el paquete de tabaco en los pantalones de Jacques. Sabía que siempre solía llevar uno y que después de darse “cariño”, como solían llamarlo irónicamente, a él le gustaba fumar un pitillo.
— Toma — le dijo Elena dulcemente mientras le acercaba un pitillo y el mechero con la bandera de Francia dibujada.
— Gracias. Siempre estás en todo — le contestó mientras la rodeaba con su brazo para acercarla a él y darle un cariñoso beso en la frente.
Ambos estaban apoyados en la ventana. El aire fresco de la noche los acariciaba y el aroma de rosas e higuera volvía a inundarlo todo.
Elena apoyó la cabeza sobre su hombro, respiró profundamente y dejó que el perfume de Jacques la envolviera. Ambos se sentían bien el uno junto al otro, pero adoraban tanto su libertad que sabían que estaban condenados a volar en solitario hasta que alguno decidiera poner punto y final.
Jacques exhaló la última bocanada de humo y, con el pitillo todavía en la mano, se giró hacia Elena para coger su rostro entre sus manos. Ambos se miraron fijamente y Jacques la besó apasionadamente. La noche todavía no había terminado para ambos.